No habrá olvido ni perdón - Abogarte

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LA MEMORIA ES UN ARMA DE LARGA DURACION
(Fecha publicación:22/01/2003)
Información Adicional
Tema: Represión en Argentina
País/es: Argentina - Chile
- España
Selección del libro 'España Acusa', por Eduardo Martín de Pozuelo y Santiago Tarín, Plaza y Janés, Barcelona, mayo de 1999. Publicamos una selección de los textos.

La memoria es una arma de larga duración. Puede permanecer oculta largo tiempo, hibernando, pero cuando despierta sus efectos son devastadores. La memoria puede esconderse en un cajón, en una canción, en una foto o en un recorte de periódico, pero ahí está, aguardando obstinadamente su momento para revelarse, para gritar sus secretos, para revolver las conciencias. No es de extrañar que los tiranos tengan un especial interés en destruirla, porque saben bien que su principal arma para perpetuarse en el poder es la amnesia, el olvido. Así Hitler organizó los hornos crematorios y envió a la hoguera todos aquellos libros que le molestaban y Stalin desterró a recónditos parajes siberianos a sus opositores, que era tanto como dar un pasaporte a la nada. No hace mucho, la viuda de Salvador Allende se lamentaba públicamente de que jamás le han devuelto sus albúmenes de fotos familiares, parte de sus recuerdos, de su memoria, saqueados de la residencia presidencial durante la asonada de septiembre de 1973.

Se van a cumplir 29 años de aquel golpe de Estado que llevó a Augusto Pinochet al poder. Los generales argentinos tomaron nota de su ejemplo, y en 1976, Jorge Rafael Videla lideró el pronunciamiento que aupó al ejército al gobierno de su país. Pero no fueron dictaduras al uso: los regímenes militares subsiguientes tuvieron un denominador común que no era extensible a otros sistemas totalitarios, porque en el Cono Sur americano una palabra adquirió una nueva definición, un simbolismo que es propio de esta parte del mundo: desaparecido.

El desaparecido era aquel que no estaba ni vivo ni muerto, que existía aun habiendo dejado de existir, que un día dejó de estar aquí para no saberse adónde fue a parar ni cuál fue la suerte que corrió. 'A los 57 años aprendí un nuevo oficio: buscar a mi hija, declaró César Ollero, padre de una víctima de la represión, durante el juicio a las Juntas Militares argentinas en diciembre de 1985.

El desaparecido era una nueva modalidad de combatir la memoria, de proclamar el reinado del olvido, donde tantas ausencias quedarían impunes. Porque las dictaduras eran conscientes de que lo que hacían no tenía justificación alguna. Por eso desaparecían sus opositores y por eso escribían en sus expedientes 'traslado inmediato', que era la forma de decir que se había aplicado la pena de muerte de forma clandestina. Pero ¿ganaron los militares esta batalla? Hoy día parece claro que no. La memoria es pertinaz, no se había rendido, y usó cauces totalmente imprevistos para regresar.

Su retorno ocurrió en marzo de 1996, cuando un fiscal español, Carlos Castresana, leyó en los periódicos que se iban a cumplir veinte años del golpe de Estado en Argentina sin que se conociera qué pasó con la inmensa mayoría de desaparecidos. Entre esos miles de nombres había muchos españoles, por los cuales su país no había realizado gestiones oficiales concluyentes a fin de juzgar a sus victimarios y descubrir dónde se hallaban sus cadáveres. Y pensó que no podía ser, que no era justo dar carpetazo a este asunto sin tener en cuenta que aún había cientos de ausentes y que sus deudos todavía convivían con el abandono y el sufrimiento. Por eso puso una querella ante la Audiencia Nacional, con el respaldo de la asociación profesional, a la que pertenece, la Unión Progresista de Fiscales (UPF).

De esta manera se inició el proceso español y se acercó una cerilla a la hierba seca que quería prender, porque las consecuencias de esta acción han sorprendido a los propios impulsores de la iniciativas. Pero en 1996 había gente que se planteaba una cuestión. ¿por qué un miembro de la Fiscalía Anticorrupción española se metía en un asunto ocurrido dos décadas atrás, a miles de kilómetros de distancia? Esta fue la pregunta que le trasladamos en aquella primavera a Castresana. Y su respuesta fue que, si lo queríamos entender, habláramos con las víctimas.

Así lo hemos hecho durante casi tres años. El 19 de abril de 1996 publicamos en La Vanguardia el primer reportaje sobre el caso español, titulado 'España acusa', en el que se facilitaba una primera lista con las identidades de 38 españoles víctimas de la represión en Argentina. Hoy, aquella relación inicial de compatriotas desaparecidos supera ya los seis centenares de nombres.

La querella Castresana rompió los diques que contenían la memoria celosamente guardada en hogares, en la mente de los familiares, en los recuerdos de los exiliados; y nosotros recogimos esas aguas desbordadas. Para ello fuimos a ver a los diplomáticos que estaban destinados en aquella zona cuando el golpe, como José Luis Dicenta; nos pusimos en contacto con familias que fueron masacradas y cuyos supervivientes salieron huyendo con lo puesto, como los Labrador; Matilde Artés nos contó como pudo recuperar a su nieta Carla, que se hallaba en las manos del mismo hombre que propició la desaparición y asesinato de sus padres; Susana Burgos nos confesó que cada vez que recordaba su cautiverio en la siniestra Escuela de Mecánica de la Armada padecía insomnio; y el cónsul español Ramírez-Montesinos relató como veinte años nadie en nuestro país le había preguntado algo tan simple como: ¿Qué paso?

Esta fue nuestra tarea y nuestro objetivo, repetir esta pregunta a cuantos han querido contestar; explicar lo que ocurrió, hilvanando los recuerdos de aquellos españoles que vivieron la tragedia en primera persona. Y esta idea se amplió al caso de Chile cuando otro fiscal de la UPF, Miguel Mirabet, presentó otra querella para que se indagara qué ocurrió con los compatriotas que vivían en el país andino cuando Pinochet se hizo con el poder. Aquí se daba la circunstancia, trágica, de que la lista contenía muchos menos nombres, pero apenas había supervivientes. La muerte fue el destino de Carmelo Soria, de los sacerdotes Llidó y Alsina y de Michelle Peña, secuestrada cuando estaba embarazada.

Cuanto más preguntábamos, más nos introducíamos en la tragedia de aquellas gentes que ni siquiera pueden llorar a sus muertos porque no saben dónde están enterrados. La abuela de una de las víctimas resumió en una sola frase todo el padecimiento, el dolor y la angustia de los familiares que buscaban a los desaparecidos.: 'Quisiera saber si le tengo que escribir o le tengo que rezar.' De esta forma llegamos a la conclusión que las dictaduras militares no solamente habían condenado a muerte a cientos de españoles, sino que les habían querido imponer la pena de olvido eterno, una nueva y refinada modalidad de sevicia. Porque Chile y Argentina no fueron volúmenes inéditos de la enciclopedia de la crueldad humana: lo que ocurrió en los tenebrosos sótanos de la Escuela de Mecánica de la Armada o en las lúgubres celdas de Villa Grimaldi son repeticiones de los episodios de los campos de concentración nazis o de los gulags rusos; nuevas versiones de lo puesto en práctica en Argelia, Corea, Camboya o Vietnam; momentos de la historia en que el hombre es un despiadado depredador de sus congéneres. Siempre, cuando se nos muestran acontecimientos tan atroces, tendemos a pensar que el mejor remedio para que hechos así no se repitan jamás es que se conozca lo que ocurrió en toda su dimensión, como si la mejor vacuna contra estas enfermedades sociales fuera la información. Y siempre, inevitablemente, aparecen nuevos monstruos que nos desmienten y nos recuerdan lo peor de nosotros. Y si no, mírese lo ocurrido en la ex Yugoslavia, a pocas hora de viaje de la Europa del euro.

Pero al abordar los hechos de Chile y Argentina se hacía patente un hecho diferencial: la pretensión de no sólo secuestrar a las personas, sino también su memoria. Así se separaron familias, se robaron niños y se desvalijaron casas; por eso desaparecía la gente: para crear una sociedad uniforme y amnésica. Se quería cortar ese camino que une a los hombres con sus descendientes, porque muy pocos pasan a las enciclopedias, pero todos vivimos en los recuerdos de nuestros familiares, en esos rincones de las casas donde quedan las fotos de los abuelos, para que los nietos sepan quiénes eran. Cuando estos lugares quedan vacíos, se rompe la línea que une el pasado con el presente y se destruye el derecho a conocer a quienes nos precedieron y cuáles fueron sus errores y sus aciertos.

Los crímenes de los golpistas chilenos y argentinos dejaron sin futuro a toda una generación. Cuántas ilusiones, esperanzas de mejora, de superación, de perpetuación de una familia quedaron destruidas con la desaparición de miles de jóvenes. Padres y madres no sólo han tenido que vivir desde entonces con la incertidumbre sobre la suerte corrida por sus hijos, sino que tienen que soportar la imagen de su muerte entre terribles torturas con toda seguridad infligidas por personajes con los que se cruzan por la calle. Si fue duro para los que desaparecieron, también lo ha sido para los que se quedaron y no lo olvidan.

Juzgar estos comportamientos es tarea de los jueces, pero contarlos es obligación de los periodistas. Precisamente, una de las labores fundamentales del periodista es narrar acontecimientos como si de un historiador del presente se tratara. Y eso hemos hecho durante tres años, relatar aquello que nos explicaron. Es cierto que los documentales sobre el terror nazi no han impedido los crímenes de la guerra en los Balcanes, pero algo se ha avanzado: la velocidad de la información propicia una reacción internacional que, a buen seguro, salva vidas. Y, en el subconsciente colectivo, sí que permanece esa memoria del horror, que nos pide a gritos que cosas así no se repitan nunca. Es entonces cuando la memoria se convierte en el antídoto ideal contra la reiteración de las mismas maldades.

Las dictaduras militares de Chile y Argentina quisieron eliminar la memoria. Para ello se empleó la figura del desaparecido y se blandió, como excusa, la subversión y el terrorismo. Puede que algunas de las víctimas tuvieran culpas sobre su conciencia, pero hay un precepto moral que está por encima de cualquier consideración política: si alguien cometió una falta ha de ser juzgado por ello, no asesinado impunemente. Y en Argentina y Chile este fundamento no se cumplió; se cruzó esta frontera ética al galope. Si las ideologías eran discutibles, los métodos empleados por los represores fueron inaceptables, repugnantes e intolerables en una sociedad civilizada. Se envió al olvido a miles de personas, entre ellas cientos de españoles, ignorados durante largos años en su propia patria. Los responsables de la represión creyeron que el limbo donde estaban sus víctimas les protegería, pero este regreso de la memoria, de la mano del proceso español, les ha puesto entre la espada y la pared. Ahora son reclamados por numerosas naciones para que den cuenta de qué ocurrió con aquellas personas que desaparecieron y se les detiene por delitos que tan poco tienen que ver con la vida castrense como robar niños para repartirlos como si fueran un botín de guerra.

A fin de sortear sus responsabilidades o para esquivar la posibilidad de comparecer ante la justicia, desde diversos sectores sociales y políticos se esgrime que un proceso impide la reconciliación necesaria en sus naciones. Pero, quienes apoyan la acción judicial y fundamentalmente las víctimas, recalcan que no se puede perdonar desde el olvido y, por lo menos, sin una pizca de arrepentimiento o un primer paso para cerrar la herida, como podría ser facilitar el lugar donde están enterrados los desaparecidos, algo que más de veinte años después de los hechos, aún no se sabe. Y no hay que olvidar que las causas españoles se iniciaron de la mano de un fiscal que puso la querella, Carlos Castresana, y de un juez, Baltasar Garzón, que creyó en una causa a priori imposible; pero este caso es la gran victoria de las víctimas, quienes han llevado el protagonismo de los acontecimientos y han empujado hasta conseguir que la memoria oculta sea aireada y salga a pasear por el mundo. Y es esta tenacidad de los que sufrieron en su piel y en su alma la represión la que, en definitiva, ha conseguido que un proceso iniciado por los españoles desaparecidos en Argentina y Chile sirva para exigir una reparación por todos los que perdieron la vida durante las dictaduras militares, aplicando una nueva teoría sobre el genocidio y el crimen de Estado y ensanchando los límites del derecho internacional emanado de los dictados de la ONU.

Las páginas de este libro son el relato de lo que pasó con aquellos cientos de españoles explicado por los que vivieron los acontecimientos. Son sus recuerdos, reconstruidos desde las páginas de La Vanguardia. Por motivos obvios, al publicarse en un periódico, sus declaraciones fueron constreñidas por razones de espacio. Aquí se facilitan con mayor extensión y profundidad, y se ponen de relieve aquellos documentos recogidos durante años de seguimiento del caso. Esta es la historia de los españoles desaparecidos en Argentina y Chile contada por aquellos que sobrevivieron. Esta es su memoria.

'ASI COMO A LOS ANIMALES Y A LAS FLORES, A LOS HOMBRES TAMBIEN A VECES LOS MATAN LOS HOMBRES'

El horror es como la oscuridad: muere cuando llega la luz. Tampoco resiste la risa. Es por ello que los crímenes más atroces precisan de ambientes sombríos para vivir y crecen en compañía de lamentos. Este maridaje entre terror y sombras causa que nombres como Villa Grimaldi o Escuela de Mecánica de la Armada invoquen visiones tétricas, que sólo pueden ser conjuradas cuando el resplandor de la verdad invade todos los recodos de sus biografías.

Argentina y Chile aún están pagando el precio de contemplar en toda su crudeza algunos de los episodios más tenebrosos de su historia como sociedades; se enfrentan cara a cara con relatos de torturas, de ensañamiento y de impiedad ocurridos en una cacería disfrazada de guerra donde le hombre era presa para otros de su género y en la cual se produjeron casos de tal encarnizamiento que parecen difíciles de creer, si no fuera por la coincidencia de los testimonios que dan fe de ellos. Un poeta y escritor catalán, Joan Salvat Papasseit, dejó escrito que 'la conciencia es la más áspera de las dictaduras, pero hay que odiarlas todas menos ésta'. No es fácil para ninguna comunidad ver de frente sus propios monstruos, pero en pro de la salud de la colectividad es aconsejable tener en cuenta las palabras del poeta. Al fin y al cabo, el refrán, que es la sabiduría popular, asegura que 'recordar es vivir'.

Tanto Argentina como Chile han hecho dolorosos esfuerzos por seguir este camino, en el entendido de que la reconciliación definitiva entre los ciudadanos pasa por conocer lo que realmente aconteció. Incluso lo han dejado por escrito: son los informes de las Comisiones de la Verdad que se constituyeron en estas naciones al concluir las dictaduras militares. En los últimos años se han añadido datos y testimonios nuevos, pero ambos dictámenes son una buena base para conocer el alcance de los acontecimientos que se desarrollaron en estos países del Cono Sur desde 1973 a 1990.

De todas formas, no puede pensarse que los hechos que tuvieron como escenario esta parte de América brotaron por azar, por pura casualidad: fueron sucesos que tenían su germen en un contexto político-económico concreto, aunque después se extraviaron por senderos inesperados.

No es el objeto de este libro realizar un análisis de las circunstancias que llevaron a los militares al poder en Chile y Argentina, ni estudiar la situación en que estaban estas naciones cuando se produjeron las asonadas, ni los aciertos y errores de los gobiernos que les precedieron, pero no es posible entender lo que les pasó a los españoles víctimas de la represión desencadenada después, ni los testimonios que se han prestado ante los jueces españoles que han iniciado las causas contra las dictaduras, sin realizar antes un apunte de esta etapa, un breve tránsito por la memoria histórica de ambas naciones en este período. Y para comprender la magnitud de los sucesos y las teorías que llevaron a la práctica los dictadores latinoamericanos de los años setenta hay que remontarse en el tiempo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

Una vez concluida la contienda con la derrota del nazismo y la destrucción del poderío militar japonés, el planeta quedó dividido de facto en dos grandes bloques: el oriental, que se movía bajo el mandato de la Unión Soviética, y el occidental, encabezado por Estados Unidos. A las batallas en las trincheras le sucedió un período conocido como guerra fría, definido como el conflicto entre Washington y Moscú, que comandaban ambos mundos: el capitalista y el comunista.

Hija de esa lid es la doctrina de la seguridad nacional, nacida en Estados Unidos y que propugnaba, grosso modo, que en esos tiempos, el gran enemigo de la sociedad occidental es la subversión proveniente del orbe comunista. De hecho, fenómenos como la guerrilla urbana o el terrorismo no eran ajenos a aquella América Latina. El instrumento que sirvió para difundir esta teoría entre las fuerzas armadas del subcontinente fue una institución militar estadounidense: la Escuela de las Américas, cuyas siglas en inglés son SOA.

Fundada en 1946, la ubicación inicial de la SOA estuvo en Fort Amador, en la parte estadounidense del canal de Panamá. Es 1949 fue transferida a Fort Gulik, también en la misma zona, para finalmente ser trasladada a Fort Benning, en Georgia, Estados Unidos. Acoge anualmente a un millar de estudiantes y a lo largo de su historia ha instruido a unos 50.000 oficiales de 22 países de América Latina, contándose entre sus alumnos a los genocidas y terroristas Leopoldo Fortunato Galtieri, Hugo Bánzer o Manuel Antonio Noriega.

Las enseñanzas de la Escuela de las Américas han causado polémica incluso en Estados Unidos, donde existe una organización destinada a denunciar las actividades de esta institución y que propone la clausura de sus aulas. Se llama 'SOA WATCH' y está dirigida por un sacerdote católico, el padre Roy Bourgeois. Este cura, quien en el año 1997 recibió el premio Pax Christi, que se concede a un católico de Estados Unidos por su trabajo en pro de la paz, defiende que la SOA debe cerrarse 'porque es una escuela de terroristas'.

Bourgeois no ha sido siempre sacerdote. Durante cuatro años fue oficial de la Armada de su país y cumplió un año de servicio en Vietnam, recibiendo una importante condecoración por su valor: el Corazón Púrpura. Pero al concluir sus conscripción se dedicó a trabajar por los Derechos Humanos, digiriendo en especial su actividad a la Escuela de las Américas, debido a su experiencia pastoral en Bolivia y El Salvador. Sus insistentes protestas exigiendo la supresión de la SOA, apoyadas por destacadas personalidades, como miembros de la familia Kennedy, le costaron una condena de 16 meses por desobediencia civil. El padre Roy Bourgeois es uno de los testigos en el sumario que instruye en España Baltasar Garzón.

Pero la mayor controversia acerca de las actividades de la SOA se desató tras la publicación de siete manuales utilizados para las clases de la Escuela, y que se editaban en castellano. Los títulos de los textos eran: Manejo de fuentes, Contrainteligencia, Guerra revolucionaria, guerrillas e ideología comunista, Terrorismo y la guerrilla urbana, Interrogación, Inteligencia de Combate y Análisis. El contenido de estos apuntes provocó una investigación del Pentágono, que finalizó en 1996. La conclusión fue que 'dos docenas de pasajes cortos en seis de los manuales, cuyo total de páginas es de 1.169, contenían material que o no era o podía ser interpretado como no compatible con la política estadounidense'. Una enrevesada manera de decir que propugnaban prácticas tan poco acordes con los Derechos del Hombre, como ejecución de guerrillas, chantaje, falso encarcelamiento, abuso físico, uso de suero de la verdad para obtener información y pago de primas por muerte de enemigos. El informe del Pentágono se completaba con el análisis de otros dos compendios de la CIA sobre forma de interrogar, que fueron desclasificados tras una demanda interpuesta por el rotativo Baltimore Sun y que se fundamentaba en el Acta de Libertad de Información. Este periódico descubrió que estas dos compilaciones también incluían expresiones de este tenor.

Las consecuencias de la investigación del Pentágono conllevaron la recuperación de todos los manuales que estaban a su alcance y su destrucción, excepto un ejemplar que quedó en el archivo del Departamento de Defensa. Pero el escándalo no murió aquí, porque desde sectores del Partido Demócrata se propugnó la clausura del SOA. Así, Joseph Kennedy, senador de esta formación por Massachusetts, urgió al presidente Clinton a tomar esta decisión, y declaró que los manuales 'muestran lo que hemos sospechado siempre, que el dinero de los contribuyentes se ha utilizado para cometer abusos físicos'.

De la fuente de la Escuela de las Américas bebieron los oficiales que dirigieron la matanza de jesuitas en El Salvador y altos dirigentes de los regímenes militares de Chile y Argentina. ¿Sólo por ello son explicables los sucesos que ocurrieron en los años setenta en el Cono Sur? Desde luego que no, pero a buen seguro que sus protagonistas se sirvieron de las teorías expresadas en los siete manuales ahora proscritos de la doctrina oficial.

Alumnos de la OSA nutrieron las fuerzas armadas que secuestraron el poder civil en América del Sur. En 1954, los militares, dirigidos por Alfredo Stroesner, se hicieron con el control de Paraguay. Otros generales copiaron la iniciativa en Brasil (1964), Perú (1968), Uruguay (1972), Chile (1973) y Argentina (1976). Bolivia, por su parte, vivió una cadena de golpes de Estado que no culminaron hasta la década de los ochenta.

En Chile, la victoria de Salvador Allende en las elecciones del 4 de septiembre de 1970 inició un experimento nuevo en el continente: la llegada al poder de una formación de origen marxista mediante refrendo electoral. Sin entrar en el análisis de los posibles errores del nuevo presidente, hoy ya es obvio que existió una clara injerencia de Estados Unidos para evitar que las tesis de la Unidad Popular llegaran a buen puerto, como ha reconocido públicamente el que fuera entonces embajador de Estados Unidos en Santiago, Edward Korry. Este diplomático aseguró en un programa de televisión que la administración Nixon trabajó para destruir el proyecto Allende y que las armas que sirvieron a comandos terroristas para perpetrar atentados entraban en el país mediante la valija diplomática de la legación estadounidense.

De forma que la tensión social creada en la nación hacia presagiar una salida cruenta a la situación. Una de las personas que vivió desde los aledaños de la administración chilena estas circunstancias fue un español, Jordi Borja, que, más tarde, en la década de los ochenta, fue diputado en el Parlament de Catalunya y concejal del ayuntamiento de Barcelona.

Borja llegó a Santiago en julio de 1973 para trabajar en el Centro de Estudios Urbanos y Regionales, que colaboraba en diversos ministerios. Además, era amigo personal de varios miembros de la familia Allende. En diciembre de 1998, en el transcurso de una entrevista, nos hizo un análisis de aquellos momentos: 'El contraste en el país era muy fuerte entre las ilusiones de cambio, de más justicia, de transformación social que había en una parte de la sociedad, y por otro lado había una acción muy fuerte, tanto desde el exterior como desde el interior de Chile, para boicotear al gobierno. La intervención estadounidense fue muy visible. Por ejemplo se sabía que los camioneros cobraban cada día de la embajada de Estados Unidos durante la huelga. -Uno de los focos máximos de tensión fue la huelga de transporte por tierra de mercancías, que fue larga y paralizó la nación-. Realmente, la vida cotidiana en los últimos meses de la Unidad Popular era muy complicada, muy difícil.'

En este contexto, el ruido de sables era cada vez más audible: 'La verdad es que los dirigentes políticos de la Unidad Popular sabían que el golpe era posible, pero no se lo esperaban aún. Es más: Allende iba a convocar un plebiscito para abandonar el poder y buscar una salida pacífica a la situación y la asonada se lo impidió. Francamente, fue un golpe innecesario. La diferencia entre Chile y Argentina es que en Santiago había un gobierno democrático, que había gobernado democráticamente, que había perdido el control y que era consciente de ello: estaban buscando una salida civil a esta situación de crisis.'

En aquellos momentos, Pinochet no estaba considerado como un militar golpista. Borja relata incluso, cómo en los primeros instantes del asalto a La Moneda, miembros de la familia Allende le comentaron: 'Pobre Augusto, lo habrán detenido.' Esta versión la corroboró la propia hija de Salvador Allende, Isabel, actualmente diputada del Partido Socialista en el parlamento chileno. En una entrevista que se desarrolló en Barcelona en diciembre de 1998, al cumplirse los veinticinco años del golpe de Estado, nos contó cómo durante el asalto a La Moneda su familia temió por la suerte de aquel general al que creían leal al régimen constitucional y que era uno de los hombres de confianza del presidente de la República. Ahora, Isabel Allende tiene que soportar que el golpista ocupe una silla en el Senado de su país, algo que considera 'una verdadera afrenta a la democracia'. Claro que no se ha callado su opinión. El día en que tomó posesión de su escaño se presento en el hemiciclo con una foto de su padre. Otros compañeros de formación hicieron lo propio con fotografías de desaparecidos. 'Yo llevé el retrato de mi padre -nos explicó- porque quería testimoniar la impotencia, la aversión que nos producía ver sentado allí a quien no sólo fue el hombre que dirigió una dictadura que utilizó el terrorismo de Estado, sino que clausuró los partidos políticos y el parlamento. Me produce una mezcla de impotencia y dolor que se acogiera a un resquicio de la Constitución de 1980 para estar en el Senado.' Evidentemente, Isabel Allende no ha saludado jamás al genocida y terrorista Augusto Pinochet Ugarte, senador vitalicio.

En la vecina Argentina, la situación estaba todavía más degradada, enfrentamientos virulentos y brotes terroristas coexistían desde hacía años en la sociedad argentina, lo que hacía presagiar una salida autoritaria a la crisis del país. Por ejemplo, el 17 de noviembre de 1972, día en que Juan Domingo Perón volvió a su país desde su exilio español, hubo trescientos muertos en los enfrentamientos registrados entre partidarios y detractores del peronismo. Cuando el general falleció le sucedió en el poder su segunda esposa, María Estela Martínez de Perón, más conocida como Isabelita. Durante su mandato (1974-1976), la violencia política causó 800 muertos y supuso la prisión para 10.000 personas. Fue en esta época cuando apareció la Triple A, y de su mano se produjeron las primeras desapariciones. Otro español fue testigo de excepción de aquella situación: José Luis Dicenta, cónsul en Buenos Aires. El nos explicó lo siguiente en junio de 1996: 'Cuando llegó la Junta Militar había una especie de exigencia a niveles medio y medio alto, que se fuera Isabelita, porque estaba llevando al desastre al país. La situación en Argentina cuando llegué, en enero de 1976, era tristísima: no había ningún tipo de orden ni garantías: era caótica.'

Isabelita prestó declaración ante el juez español Baltasar Garzón el 3 de febrero de 1997. El magistrado le preguntó quién regía los destinos de Argentina en 1975, y la respuesta fue: 'Aún hoy sigue siendo un interrogante para mí. Puedo añadir que me sentía absolutamente sola y que nadie me informaba de cómo marchaba el país ni de lo que se estaba haciendo, o de lo que se iba a hacer.'

Una de las acusaciones que se hace a la viuda de Perón es que firmó una serie de decretos secretos (a instancias del actual Canciller de Asuntos Exteriores y ex gobernador de la provincia de Buenos Aires, Carlos Federico Ruckauf) por los cuales se daban amplios poderes a los militares para combatir el terrorismo que existía en el país, y que fueron la semilla de la represión posterior. Rastros de estos documentos han sido hallados recientemente en archivos de Estados Unidos. En 1997, María Estela Martínez reconoció ante Garzón que sancionó diversos edictos, pero que 'en ningún caso se pretendía justificar autorizar la aniquilación física de personas'. En resumen, la declaración de la viuda de Perón no aportó gran cosa para entender el devenir de los acontecimientos.

El golpe de Estado era un secreto a voces en la Argentina de 1976, como también lo era en el Chile de 1973, pero no lo que ocurrió después. Jordi Borja pensó que se trataría de un régimen de transición que duraría unos meses hasta que el poder volviera a la sociedad civil. Todo el mundo esperaba un recorte de las libertades, prohibición de los partidos políticos y censura a la expresión, pero no se podían imaginar las consecuencias. 'Lo que no se sabía -relató Dicenta en referencia a lo que vivió en Argentina- eran las secuelas que iba a tener el golpe desde el punto de vista represivo: ese mecanismo de las desapariciones, que fue muy duro y muy activo sobre todo en los primeros años. Es una historia que ha dejado traumatizado al pueblo argentino, que tardará muchos años en curar esa herida. Es difícil encontrar familias que de una forma u otra no se hayan visto afectadas por ese maquiavélico sistema. Ellos (los militares) habían calculado que caerían inocentes, pero lo asumían: el cáncer era la subversión, el terrorismo, pero podías desaparecer por el simple hecho de ser un estudiante.

La subversión fue el gran argumento de los militares argentinos y chilenos; una guerra fue la definición que dieron a los acontecimientos. Julio Strassera, el fiscal que llevó el peso de la acusación durante el juicio a las Juntas Militares argentinas, dio otra descripción de aquellos tiempos: 'Fue una cacería' Veinte años después del golpe en Argentina, el gobierno español elaboró un informe sobre los compatriotas desaparecidos en aquel país, a petición de una diputada de Izquierda Unida, que fue remitido al Congreso de los Diputados y adjuntado a la causa que instruye el juez Garzón. En este dictamen se lee lo siguiente: 'Bajo el conocido modelo golpista de ocasiones anteriores se esperaba un gobierno militar que recortase las libertades, impusiese una fuerte censura y prohibiese ciertas fuerzas políticas, incrementando los niveles de represión. Lo que nunca se pudo esperar era la magnitud del drama que esta situación iba a desencadenar ya que, con el pretexto de poner fin al periodo de inestabilidad, se instauró un sistema represivo de gran magnitud no sólo por el número de víctimas, sino por el inusitado grado de indiscriminada violencia y crueldad ejercidos.'

Sin embargo, los militares argentinos proclamaron sus intenciones desde el primer momento. Así, el bando número 1 de la Junta decía que 'la subversión será perseguida de la forma más drástica posible en el mismo lugar en que se produzca'. Aún más explícito fue el general Ibérico Saint Jean, gobernador de la Provincia de Buenos Aires, padre de una frase que anunciaba las intenciones de sus compañeros de armas y que era todo un augurio de lo que iba a pasar. 'Primero mataremos a los subversivos, después a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, después a los que permanezcan indiferentes y finalmente a los tímidos.'

Con estos preceptos, no parecía difícil vaticinar lo que iba a ocurrir. Sin embargo, tanto en Chile como en Argentina, mucha gente no daba crédito a los rumores sobre desapariciones y torturas que se cometían en centros especialmente habilitados para este fin. Dicenta nos comentó sobre este particular: 'Había argentinos que cuando les hablaba de estos asuntos negaban de buena fe. 'Eso no es verdad, aquí no pueden ocurrir esas cosas', te afirmaban. Pero creo que ya no se puede desmentir. Fue una historia tristísima, quizás la página más negra de la historia de Argentina.'

Esa oscuridad compañera del horror continuó en Chile y Argentina durante años: la luz no llegó hasta que cayeron los regímenes militares. El vehículo que se utilizó para transportar el resplandor del conocimiento fueron las Comisiones de la Verdad. Curiosamente, la primera de ambas dictaduras en desmoronarse fue la última en formarse. En abril de 1982, el ejército argentino asaltó y tomó por sorpresa las islas Malvinas. Aduciendo una cuestión de soberanía, las Juntas, mandadas entonces por el carnicero de Rosario, Leopoldo Fortunato Galtieri, dieron su postrer golpe de efecto iniciando la última guerra colonial del siglo, y cumpliendo aquella máxima escrita en el manual del tirano: búscate enemigos externos cuando los del interior protestan demasiado. Pero la respuesta británica no se hizo esperar y envió al garete cualquier campaña de prestigio basada en soflamas patrióticas. La contraofensiva fue contundente y el 14 de junio del mismo año, las tropas argentinas acantonadas en el archipiélago capitularon.

Aquello ya fue demasiado para la sociedad argentina. Las Juntas, denostadas y humilladas, se vieron obligadas a liberar el poder cautivo desde 1976. En uno de sus últimos mensajes, emitido el 29 de abril de 1983, el portavoz del gobierno militar declaró oficialmente muertos a efectos jurídicos y administrativos a los desaparecidos durante la represión. La nota finalizaba remitiendo 'al juicio de Dios en cada conciencia y a la comprensión de los hombres los sucesos ocurridos durante la represión.' Toda una declaración pública de culpabilidad ante unos vergonzosos y sangrientos hechos cuyos protagonistas y actores fueron unos militares de salón, entrenados única y exclusivamente para matar a su propia gente y justificar, utilizando en vano el nombre de Dios, y empleando cualquier aberrante comentario ante sus innumerables y bárbaras fechorías, asesinatos, robos, expolios, saqueos... No podemos olvidar el incremento alarmante de la Deuda Externa, la evasión de capitales, las cuentas secretas existentes en paraísos fiscales (de genocidas como Bussi, Galtieri, Videla, Camps, Astiz, Cavallo...) provocado intencionadamente durante el genocida gobierno de los militares, causa directa del caos que padece actualmente Argentina...

El 30 de octubre de ese mismo año 1983 se celebraron las elecciones democráticas que dieron fin al período dictatorial. Las ganó el radical Raúl Alfonsín, e inmediatamente quedó claro que no se esperaría a que la justicia divina actuara para esclarecer lo que había ocurrido. El propio presidente resumió así lo que pensaba al respecto: 'No puede haber un manto de olvido. Ninguna sociedad puede iniciar una etapa sobre una claudicación ética semejante.' Raúl Alfonsín ordenó que se constituyera la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), que tenía la tarea de indagar las violaciones de los Derechos Humanos cometidas entre 1976-1983, años en que Argentina estuvo bajo la férula de las Juntas Militares.

La Comisión estuvo dirigida por el escritor Ernesto Sábato y se integraron en ella otras doce personas. Quedó constituida mediante un decreto de 15 de diciembre de 1983 y sus trabajos finalizaron el 20 de septiembre de 1984. El título del informe que elaboraron fue toda una declaración de principios: 'Nunca más.'

Los datos que contiene este documentos son estremecedores. 'Nunca más' da cuenta de 8.960 desapariciones acreditadas. El 80 por ciento de las víctimas entre 21 y 35 años. Centenares de cuerpos asesinados fueron destruidos a conciencia para evitar su posterior identificación. 'Hubo miles de muertos - relata el informe Sábato-. Ninguno de los casos fatales tuvo su definición por vía judicial ordinaria. Técnicamente expresado, son homicidios. Jamás se supo de sanción aplicada a los responsables. ' Y eso que el informe ponía al descubierto que los hombres de los culpables no eran un secreto celosamente guardado: la obra contiene una lista de 1.351 personas vinculadas directamente a la represión.

Según se expresó en 'Nunca más', en Argentina se crearon 340 centros clandestinos de detención. Sus nombres se han convertido en hitos de lo que es capaz de hacer el hombre a sus semejantes como la Escuela de Mecánica de la Armada, Automotores Orletti, Campo de Mayo, Club Atlético o Pozo de Quilmes. En los sótanos de estos lugares, o en celdas sin una sola ventana, los prisioneros eran 'alojados en condiciones infrahumanas y sometidos a toda clase de humillaciones.' La tortura era habitual, sistemática y constante. El método más empleado era la picana, un instrumento utilizado para concentrar descargas eléctricas en las zonas más sensibles del cuerpo: encías, testículos, vagina, pecho... 'De hecho algunos de los métodos de tortura empleados en esa guerra interna no se conocían antecedentes en otra partes del mundo', aseguran los redactores del texto. El presidente Alfonsín declaró en una ocasión que estos sistemas fueron el compendio, corregido y aumentado, de los utilizados en Argelia, Vietnam y Corea.

'Nunca más' puso de relieve que se habían producido fusilamientos masivos y que nadie se salvaba de los tormentos: ni religiosos, ni adolescentes, ni disminuidos físicos. Así se recoge la contestación de Rafael Videla cuando fue preguntado por periodistas ingleses acerca del caso de una adolescente cautiva a pesar de estar lisiada, y que fue sometida al mismo procedimiento que todos sus compañeros de infortunio: 'El terrorismo no sólo es considerado tal por matar con un arma o colocar una bomba, sino también por activar ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana.'

El delirio de Videla y compañía se hacía aún más profundo cuando el detenido era judío. Así, en el informe se incluyen relatos de tormentos infligidos por el mero hecho de profesar esa religión, de guardias que lucían esvásticas y de hebreos a los que se les obligaba a escuchar discursos del Fürher y a gritar Heil Hitler durante los interrogatorios. El juez español Baltasar Garzón también ha conocido de cerca este particular, porque en octubre de 1997 recibió en su juzgado a dos supervivientes de los campos de concentración que le facilitaron los pormenores de dicha persecución. Se trata de Delia Barrera y Alcides Antonio Chiesa, quienes, en declaraciones publicadas en La Vanguardia el 1 de octubre de 1997 explicaron cómo en un campo de concentración instalado en el Club Atlético, en Buenos Aires, había un guardia al que llamaban 'gran führer', cuyo nombre real desconocen, pero que obligaba a un chico judío a lamerle las botas. Otro tipo de la misma catadura, apodado 'el turco Julían', lucía una esvástica en su uniforme. Y por la noche, cuando el campo quedaba en silencio tras todo un día en que los lamentos y los gritos de dolor se enseñoreaban del aire, la megafonía de esas instalaciones difundía los discursos de Adolf Hitler.

'Nunca más' es una colección de relatos donde los protagonistas son la sevicia, la impunidad y la brutalidad absoluta. 'Aquí Dios somos nosotros', escupían a la cara de los detenidos los guardias de los campos cuando las víctimas oraban para que concluyera su suplicio. Hay testimonios sobre robos de bebés, sobre violaciones y también sobre latrocinios, puesto que hay constancia de que los represores no solamente asumían el rol de salvapatrias, sino que también se cuidaron de engrosar su patrimonio, y para ello desvalijaban las casas o las empresas de aquellos condenados a la desaparición y a la tortura...

La represión en Argentina desarrolló todo un vocabulario propio, que queda reflejado en 'Nunca más'. Así, un secuestrado era un chupado; un comando que iba a capturar a su víctima, una patota; los lugares escogidos para perpetrar los secuestros se bautizaron como zona libre; los campos de concentración, pozos; los detenidos estaban cubiertos con capuchas o tabicados; y traslado era sinónimo de pena de muerte.

El informe de CONADEP fue la base para llevar a juicio a los integrantes de las Juntas Militares. En el banquillo se sentaron Jorge Rafael Videla, Eduardo Massera, Orlando Ramón Agosti, Roberto Eduardo Viola, Armando Lambruschini, Leopoldo Fortunato Galtieri, Omar Rubén Graffigna, Jorge Isaac Anaya y Basilio Lami Dozo.

Julio Strassera, el fiscal que llevó la acusación, aseguró que los culpables de la represión se comportaron 'como pandilleros antes que soldados', destacó que era preciso 'buscar la paz basada en la memoria' y concluyó su informe, acogido con aplausos y lágrimas por los asistentes, con el título del texto de Sábato: 'Señores, nunca más'.

La sentencia se pronunció por unanimidad y se hizo pública el 8 de diciembre de 1985. Videla y Massera fueron condenados a reclusión perpetua; Viola a 17 años, Lambruschini a 8 años; Agosti a 4 años y seis meses y el resto de integrantes de las juntas fueron absueltos. Pero, de todas formas, no permanecieron mucho tiempo en prisión. El poder civil seguía acosado por las fuerzas armadas, que continuamente amenazaban con nuevas asonadas. Así que Alfonsín fue prácticamente obligado a promulgado las Leyes de Obediencia Debida, que afectaba a los subalternos de las Juntas (en 1983), y la de Punto Final (en 1986), y el presidente Menem indultó definitivamente a los condenados en 1990. Al respecto, Alfonsín declaró: 'Llegamos hasta donde pudimos; hasta el borde del precipicio.'

Al otro lado de la frontera andina, los hechos se desarrollaron de muy distinta manera. El declive definitivo de Pinochet se inició en 1988, cuando convocó un referéndum para perpetuarse en el poder y perdió. El 5 de octubre de ese año, y con el 97,4 por ciento de participación, el 54,6 por ciento de los chilenos opinaron que el general no era la persona más indicada para dirigir la nación. Tras la derrota del militar genocida, se convocaron elecciones para el 14 de diciembre de 1989, en las que venció el democristiano Patricio Alwyn.

Un decreto del 24 de abril de 1990 creó la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, al estilo de lo que había ocurrido en Argentina con la CONADEP, pero con una diferencia fundamental: no se facilitaba nunca el nombre de ninguno de los presuntos culpables de violaciones de los derechos humanos y no se propugnaban medidas punitivas. No hay que olvidar que en aquellos momentos las fuerzas armadas chilenas detentaban aún más poder que las argentinas.

Presidió la comisión el abogado Raúl Rettig Guissen, que contó con siete colaboradores. Las tareas encomendadas a la Comisión fueron 'establecer un cuadro, lo más completo posible, sobre los graves hechos de violación a los Derechos Humanos, sus antecedentes y circunstancias, reunir información que permita individualizar a sus víctimas y establecer su suerte o paradero, recomendar las medidas legales y administrativas que a su juicio deberían adoptarse para impedir o prevenir la comisión de nuevos atropellos graves a los Derechos Humanos.' Todas las pesquisas se desarrollaron entre el 9 de mayo de 1990 y el 9 de febrero de 1991, periodo en el cual se recibió el testimonio de 3.400 familiares de desaparecidos y asesinados. Seiscientos cuarenta y uno de estos casos quedaron fuera del ámbito de competencia de la Comisión, cuyo informe final recibió el nombre del presidente de la misma, Rettig.

En el dictamen se afirma que tras el golpe de Estado de 1973 y hasta 1988, 2.279 personas murieron o desaparecieron víctimas de la represión, y facilita la fecha y el lugar del país donde ocurrió el suceso. Como en el caso de Argentina, se relata cómo la tortura fue un hecho común para muchos de los cautivos. Así, puede leerse en sus páginas cómo era frecuente 'permanecer los detenidos tendidos boca abajo en el suelo, o de pie, largas horas sin moverse, permanecer horas o días desnudos, bajo la luz constante o, al contrario, cegados por vendas o capuchas, o amarrados; alojados en cubículos tan estrechos, a veces fabricados ad hoc, que era imposible moverse; incomunicación en algunas de estas condiciones, o varias; negación de alimentos o agua, o de abrigo, o de facilidades sanitarias. Asimismo, fue común el colgar a los detenidos de los brazos, sin que sus pies tocaran el suelo, por espacio de tiempo prolongadísimo. Se emplearon diversas formas de semiasfixia, en agua, en sustancias malolientes, en excrementos. Las vejaciones sexuales y violaciones son denunciadas con frecuencia. Igualmente la aplicación de electricidad y quemaduras. Muy usado fue el simulacro de fusilamiento'. Uno de los instrumentos más comunes en el suplicio era la parrilla, que consistía en atar al detenido a un somier y aplicarle descargas eléctricas. También se emplearon torturas psicológicas, como vejar a un familiar del cautivo en su presencia para obligarlo a hablar, e incluso los verdugos llegaron a romper las piernas de los prisioneros o a dispararles a fin de conseguir sus propósitos. En algunos lugares, los guardianes se sirvieron de perros para lacerar a las víctimas.

En cuanto a los sitios donde eran conducidos los desaparecidos, el informe detalla que como centros de detención se emplearon tanto dependencias militares como policiales, ubicándose también algunos recintos especiales como Tejas Verdes o Isla Dawson. Hasta se recurrió al Estadio Nacional de la capital como campo de concentración, siendo allí donde fue asesinado, entre otros, el cantante Víctor Jara. En Valparaíso, la Armada empleó sus barcos para recluir, torturar y asesinar a los presos. Incluso la Armada requisó buques para utilizarlos a tal efecto. La DINA, la policía política de Pinochet, tuvo su propio cuartel general en Villa Grimaldi, una finca ubicada en el propio Santiago, y que se convirtió en el lugar más temido por los represaliados debido a las torturas que allí se infligían. Por este emplazamiento pasaron más de 5.000 personas, que cruzaban ya el umbral del terror encapuchados y eran atormentados sin descanso, en especial en el lugar llamado 'la torre' -un antiguo depósito de agua-, donde se les dejaba colgados por las manos días enteros. Allí, en Villa Grimaldi, la DINA empleó drogas para interrogar a sus presos.

La Dirección General de Inteligencia Nacional, la terrible DINA, merece especial atención en el informe Rettig. En el documento se lee que fue un organismo 'sin precedentes' de 'facultades prácticamente omnímodas', que conculcó todos los Derechos Humanos', la DINA era 'el organismo de inteligencia del gobierno', y cuyo 'funcionamiento en la práctica fue secreto y por encima de la ley'. Su 'organización interna, composición, recursos, personal y actuaciones escapaban no sólo del conocimiento público, sino también del control efectivo de la legalidad'. En cuanto a su dependencia jerárquica, 'respondió solamente ante la Presidencia de la Junta de Gobierno, más tarde Presidencia de la República'. Es decir: sólo daban cuenta de sus actos a Pinochet.

Creada por decreto de 14 de junio de 1974, la DINA fue responsable de gran parte de las violaciones de los Derechos Humanos cometidas durante la dictadura militar, así como de los asesinatos perpetrados en el exterior (casos Letelier o Prats, por ejemplo). Sus actividades se mantuvieron hasta agosto de 1977, cuando este organismo fue sustituido por la Central Nacional de Informaciones (CNI), entidad que perduró hasta febrero de 1990 y que tampoco dejó buenos recuerdos entre los miles de chilenos víctimas de sus ilícitas actividades.

Las conclusiones de la Comisión Rettig, también se ocupan de la suerte final de los desaparecidos: la mayor parte fueron sacados de los recintos donde se les mantenía ocultos 'para ser ejecutados cerca del lugar donde se enterrarían o arrojarían sus cadáveres' Se mencionan casos de inhumaciones clandestinas, de cuerpos lanzados a los ríos Mapocho, Maipó o Rapel o al mar, y también se citan fosas comunes donde los cadáveres eran sepultados tras mutilar sus dedos y desfigurar sus rostros para que no pudieran ser reconocidos jamás. Los autores del texto determinaron que 'con todos estos antecedentes de los casos individuales y de contexto de que se dispone, esta Comisión concluyó que era su deber de conciencia declarar su convicción de que en todos los casos de desapariciones que ha acogido como tales, las víctimas están muertas y perecieron en manos de agentes del Estado o personas a su servicio, habiendo éstos u otros agentes dispuesto de los restos mortales arrojándolos a las aguas de algún río o del mar, enterrándolos clandestinamente o de algún otro modo secreto'.

Los informes CONADEP y Rettig dan una visión real de los sucesos que ocurrieron en Argentina y Chile, pero hoy en día han quedado sobrepasados por las revelaciones posteriores. Una primera cuestión que es debatida es la cifra de víctimas. A tenor de las denuncias que se han presentado tras la publicación de ambos documentos, organizaciones de Derechos Humanos estiman que en Argentina perecieron 30.000 personas y en Chile 10.000, estadísticas muy superiores a las oficiales.

Uno de los testimonios posteriores a la CONADEP que más impacto causó en Argentina fue el del ex capitán de la Armada Francisco Scilingo, quien en marzo de 1995, declaró al periodista Horacio Verbitsky que unos 2000 detenidos fueron asesinados por la Marina mediante el procedimiento de drogarlos, subirlos a aviones y lanzarlos vivos al mar. Scilingo estuvo en la ESMA, reconoció que había participado en lo que se bautizó como 'los vuelos de la muerte' y agregó que capellanes católicos confortaban a los verdugos con frases del estilo 'la guerra es la guerra e incluso en la Biblia está previsto la separación de la paja del trigo'. Este fue el destino de dos monjas francesas, a las que los oficiales de la Marina llamaron 'las monjitas voladoras', en una nueva muestra de su macabro e indecente sentido del humor, así como de su catadura moral. Por este asunto Francia abrió un proceso y condenó en rebeldía al capitán Astiz.

'Como escribía Antonio Quintano Ripolls en los años cincuenta: 'una forma de terrorismo que parece haber tenido una lamentable tendencia a proliferar en nuestro tiempo, tan propicio a todos los monopolios estatales, es el del terrorismo desde arriba, esto es, al practicado por el Estado abierta o encubiertamente a través de sus órganos oficiales u oficiosos, es claro que desborda obviamente el campo propio del Derecho penal interno, aunque pueda importar al internacional penal en la dimensión de los llamados Crímenes contra la Humanidad o los genocidas. Es, sin duda, el aspecto más vil del terrorismo, dado que elimina todo riesgo y se prevale del aparato de la autoridad para perpetrar sus crímenes bajo el ropaje de la autoridad y aun del patriotismo'.



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